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miércoles, 3 de diciembre de 2008

Texto Quinto Básico


Piececitos
(Gabriela Mistral)
A doña Isaura Dinator

Piececitos de niño,
azulosos de frío,
¡cómo os ven y no os cubren,
Dios mío!
¡Piececitos heridos
por los guijarros todos,
ultrajados de nieves
y lodos!
El hombre ciego ignora
que por donde pasáis,
una flor de luz viva
dejáis;
que allí donde ponéis
la plantita sangrante,
el nardo nace más
fragante.
Sed, puesto que marcháis
por los caminos rectos,
heroicos como sois
perfectos.
Piececitos de niño,
dos joyitas sufrientes,
¡cómo pasan sin veros
las gentes!


PREGUNTAS
¿De que color se le ponian los pies al niño cuando tenia frio?

A Que se refiere esta frase "dos joyitas sufrientes"

Texto Cuarto Básico


Cómo cazamos un oso

Una mancha de sangre en la nieve. Eso era todo lo que había quedado después de que mí compañero hirió de un disparo al oso, y éste escapó. Pero aquella cacería no podía terminar allí, así es que nos reunimos en el bosque para tomar una decisión.
—¿Qué es más conveniente? —les preguntamos a los cazadores de osos—. ¿Esperar unos días hasta que la fiera regrese a su guarida o ir de inmediato en su búsqueda?
—En este momento sólo lograríamos asustarlo. Hay que dejar que se tranquilice —opinó un anciano montero, que llevaba muchos años persiguiendo la caza en los montes.
—Yo no veo inconveniente en perseguirlo ahora —rebatió Demian, y la discusión siguió.
—Con toda la nieve que ha caído, no podrá ir muy lejos —dije—. Lo alcanzaré esquiando.
Mi compañero no estuvo de acuerdo conmigo y aconsejó esperar. Pero yo estaba impaciente:
—No discutamos más. Hagan lo que quieran y yo me iré con Demian siguiendo las huellas del oso. Será magnífico si logramos acorralarlo, y si no lo conseguimos no perderemos nada.
Tal como lo afirmé lo hicimos. Mientras mi compañero y los demás hombres subieron a los trineos para regresar a la aldea, Demian y yo revisamos bien las escopetas y, alzando el cuello de nuestras chaquetas forradas en piel, nos adentramos en el bosque.
El tiempo era apacible y frío, pero resultaba difícil avanzar con los esquíes, ya que la nieve estaba blanda y esponjosa. A poco andar encontramos las huellas del oso, que en algunos trechos daba la impresión de haberse hundido hasta la barriga. Más adelante, las huellas se internaban en una espesura formada por abetos.
—No conviene ir tras estas huellas —dijo Demian, deteniéndose—. Pienso que el oso va a refugiarse aquí, y es mejor que demos un rodeo. Tratemos de no hacer ruido para no asustarlo.
Dimos vuelta hacia la izquierda, deslizándonos sigilosamente, y más o menos cincuenta pasos más adelante tropezamos nuevamente con las huellas. Nos miramos sorprendidos. Ahora éstas desembocaban en un sendero. Nos paramos allí para ver en qué dirección debíamos seguir; y observamos que en algunos lugares se notaban las huellas del animal muy marcadas en la nieve, y en otros sólo se distinguían las de un rústico calzado de corteza de abedul, propio de un campesino.
Recorrimos cerca de dos kilómetros, guiados por las huellas del oso, y éstas se alejaron del bosque y fueron en sentido contrario.
—¡Son de otro oso! —grité.
—No, señor; son del mismo —replicó Demian, examinando las patas marcadas en la nieve—. Se desvió del camino, y nos ha engañado andando hacia atrás.
Me resultaba muy difícil aceptar esa teoría; sin embargo, comprobé que era verdad. El oso había dado más de setenta pasos al revés, y de pronto volvió a caminar de frente.
—Lo acorralaremos. El pantano es su único escondite —aseveró Demian.
Nos adentramos en un tupido bosque de abetos. Yo principié a cansarme, a tropezar con algunos troncos o arbustos, y los esquíes se me torcían. Los de Demian, en cambio, daban la sensación de deslizarse solos, sin enredarse jamás. Así rodeamos el pantano, hasta que él se detuvo, haciendo señas de que me acercara.
—Observé esa urraca —me indicó—. Sus graznidos anuncian la proximidad del oso. Las urracas perciben su olor desde lejos.
Recorrimos otros dos kilómetros y reencontramos la antigua pista. Esto significaba que habíamos dado vueltas alrededor del sitio donde el oso se escondía. Por fin nos detuvimos, y yo me desabotoné la chaqueta y me despojé de mi gorro. Me sentía acalorado y sudoroso.
Es necesario descansar —aconsejó Demian, enjugándose la transpiración de la cara; sus mejillas estaban rojas.
Nos sentamos sobre los esquíes y sacamos el pan que llevábamos en los morrales. A través de los árboles se filtraba la puesta de sol. Comimos un poco de nieve, y luego el pan, que me pareció lo mejor que había comido en muchos años. Poco después bajaron las sombras del anochecer.
—¿Estaremos muy lejos de la aldea? —pregunté.
—Más o menos a unos dieciocho kilómetros.
Demian improvisó un lecho con ramas de abeto y nos tendimos alli, con las manos bajo la cabeza en reemplazo de las almohadas. Ignoro el momento en que me dormí, y caí en un sueño tan profundo que al despertar no supe en qué lugar me hallaba.
Vi que todo deslumbraba alrededor, y entre los ramajes, que formaban una bóveda por encima de mí, titilaban pequeñas luces multicolores. Pasado un rato me acordé de que estábamos en el bosque, y que eran las estrellas las que resplandecían en lo alto.
Desperté a Demian y sin pérdida de tiempo reanudamos la marcha. El silencio era tan denso, que únicamente se oía el sonido de nuestros esquíes resbalando por la nieve, y el leve golpe de una rama, o el crujido de un árbol, retumbaba por el bosque entero. De repente percibí un movimiento muy próximo y pensé que era el oso. Pero sólo descubrimos las pequeñas huellas de una liebre.
Ya en el camino, nos quitamos los esquíes y los arrastramos. Se deslizaban fácilmente, sin que hiciéramos ningún esfuerzo. Plumillas muy finas de escarcha flotaban sobre nuestras caras, y cientos de estrellas parecían bajar hacia nosotros, encendiéndose y apagándose, dando la sensación de un constante vaivén en el cielo.
Al llegar a la casa que habitábamos en la aldea, mi compañero estaba en cama, disponiéndose a dormir. No dejé que lo hiciera sin antes contarle la persecución del oso y dar órdenes para que nos reuniéramos todos a primera hora del nuevo día. Después, Demian y yo cenamos y me fui a acostar.
Me sentía tan agotado, que habría dormido la mañana íntegra si mi compañero no me hubiese despertado. Él ya se había vestido y estaba preparando su escopeta.
—Demian ya se fue al bosque y se llevó a los monteros —me comunicó—. Lo dispuso todo para acorralar al oso.
Me lavé y me vestí con prisa, cargué mis escopetas, y nos instalamos en el trineo.
Anduvimos casi cinco kilómetros y divisamos la columna de humo que surgía desde la parte baja del bosque, y al grupo de hombres y mujeres armados de estacas. Nos bajamos del trineo y nos acercamos. Demian estaba con ellos, y asaban unas papas, mientras conversaban alegremente. Al vernos, todos se pusieron de pie y Demian dio las instrucciones. Se trataba de ir componiendo un círculo alrededor del terreno que nosotros habíamos recorrido el día anterior. Unas treinta personas, hombres y mujeres, asintieron, y se internaron en el bosque en una larga fila. Mi compañero y yo fuimos detrás de ellos.
No era fácil avanzar de este modo por aquel sendero. No obstante, caminamos así más de dos kilómetros. De pronto vi a Demian que se aproximaba esquiando, haciendo gestos para que nos reuniéramos con él. Obedecimos, y entonces nos señaló nuestros respectivos puestos.
Ocupé el lugar indicado y miré en torno a mí. Hacia mi costado izquierdo se extendía una arboleda de abetos muy altos, pero no tupidos, entre los cuales era posible observar hasta una gran distancia. Allí divisé a uno de los cazadores. Delante de mí había un bosquecillo de abetos nuevos, no más altos que un hombre de regular estatura; sus débiles ramas se doblaban bajo el peso de la nieve. En medio de ese bosquecillo descubrí un senderito angosto, que venía a desembocar precisamente donde yo estaba. A mi derecha, los abetos formaban una espesura, detrás de la cual había una pradera, y allí se hallaba mi compañero.
Calmadamente revisé mis escopetas, les quité los seguros, y busqué el lugar preciso donde ubicarme. A pocos pasos vi un pino enorme y decidí colocarme junto a él. Hundiéndome en la nieve, caminé hasta el árbol y en seguida aplané el suelo bajo mis pies, preparando mi pequeño fuerte de batalla. Sostuve una de las escopetas en la mano y la otra la dejé apoyada contra el pino. Luego, desenvainé y envainé mi puñal, comprobando que, de ser necesario, podría hacer estos movimientos sin la menor dificultad. Repentinamente escuché los llamados de Demian:
—¡Alerta! ¡Alerta...! ¡Todos alerta!
De inmediato se oyeron las voces que contestaban:
—¡Alerta! ¡Alerta todos!
El oso se encontraba dentro de aquel extenso círculo, del que brotaban voces y gritos. Yo continuaba sosteniendo la escopeta, inmóvil, en silencio, sintiendo latir mi corazón y un escalofrío que recorría mi espalda. Pensaba: "lo veré aparecer y apuntaré, apretaré el gatillo... y se desplomará..."
Fue entonces cuando oi un ruido sordo, como si se hubiera producido un derrumbe en la nieve. Dirigí la mirada hacia los abetos más altos, y entre la arboleda, a unos cincuenta pasos, distinguí un bulto negro de gran tamaño. Esperé a que se aproximara un poco más y apunté. La mole giró en ese minuto, mostrándose de lado. Era un oso de estatura impresionante. Le disparé, pero la bala hizo blanco en un árbol, y a través del humo logré ver al animal que corría a esconderse en la espesura. Me desanimé. Pensé que había desperdiciado mi mejor oportunidad, ya que el oso no regresaría allí y lo cazarían los monteros. Sin embargo, cargué otra vez la escopeta. De pronto, cerca del sitio que ocupaba mi compañero, escuché los gritos de una mujer:
—¡Aquí..! ¡Está aquí! ¡Apúrense...!
Miré hacia allá y vi a Demian que corría por el senderito hasta llegar junto a mi compañero. Le señalaba una dirección con un bastón de los esquíes. Él disparó hacia el punto indicado. Pensé: "Si no lo mata ahora, el oso regresará a su guarida y no lo sacaremos de ahí". En aquel momento, intempestivamente, percibí el jadeo de la fiera. Se precipitaba por un caminillo entre los abetos, igual que un torbellino, levantando remolinos de nieve. Venía directamente hacia mí, con una mancha roja en su inmensa cabeza y los ojos extraviados, enceguecidos de terror. Disparé teniéndolo casi encima, e inexplicablemente no di en el blanco. El animal siguió en su enloquecida carrera y yo incliné mi escopeta y volví a disparar.
Lo había herido. El oso irguió la cabeza y mostrándome los dientes saltó sobre mí. Pero yo alcancé a coger la otra escopeta antes de que me derribara y traté de incorporarme. Cuando hice este esfuerzo comencé a ahogarme. Estaba aplastado por un peso terrible, y percibía un vaho caliente y un olor intenso a sangre. El animal tenía mi cara entre sus fauces, y las patas delanteras se apoyaban en mis hombros, inmovilizándome. Sentí que me hundía los dientes de arriba en la frente, en el nacimiento del pelo, y los inferiores debajo de los ojos, y que los iba apretando. Tuve la sensación de que me estaban cortando la cabeza con varios cuchillos, y pensé que era inútil luchar, que llegaba mi fin. Y repentinamente el tormento cesó. El oso había escapado.
—¿Qué pasó? —pregunté, confundido.
Me explicaron que cuando Demian y mi compañero vieron que la fiera me atacaba, acudieron a socorrerme. Mi amigo tropezó y cayó, y Demian, que no llevaba escopeta, llegó sin más arma que un bastón de los esquíes, gritando:
—¡El oso atacó al señor! ¡Vengan todos! ¡El oso atacó al señor!
Igual que si hubiera entendido, el animal me soltó y emprendió la fuga.
Ayudado por Demian, me puse de pie. En la nieve había un charco grande de sangre. Mi compañero me examinó las heridas y las cubrieron con nieve.
—¿Hacia dónde escapó? —averigüé.
—¡Aquí...! ¡Aquí está! —fue la respuesta.
En efecto, la fiera volvía, sin duda con la intención de atacarme otra vez. Pero al ver a tanta gente se asustó, y desapareció sin darnos fiempo para disparar. Pensé en continuar la cacería, pero empezó a dolerme mucho la cabeza, y la determinación unánime fue regresar a la aldea.
Un médico me curó y sané rápidamente, así es que pasado un mes partimos a cazar al mismo oso. Sin embargo, pese a mi obstinación, no logré matarlo. Fue Demian quien lo hizo.
Era un oso enorme, con una piel magnífica. Todavía lo conservo, disecado, en mi biblioteca. De mis heridas sólo quedan algunas marcas en mi frente.

Texto Tercero Básico

El bautizo de la luciérnaga

Asomadito tras la cordillera, el Sol se despedía de los prados y de aquel comienzo de bosque donde iba a celebrarse el bautizo de la Luciérnaga. Con su cara tan redonda y tan colorada, parecía que a cada instante iba a lamentarse: ¡qué lástima que deba irme... y con lo bonita que irá a estar la fiesta! Pero, mi hijita, queriendo o no queriendo, el señor Sol tenía no más que irse hacia otros lados de la tierra donde aún había niños, aves y flores dormiditos, y tenía que llegar allí despacio, como de puntillas, y cosquillearles las caritas a esos niños, y resbalar su tibieza por los nidos e ir entreabriendo con sus suaves dedos las llores.
Y en tanto a regañadientes se iba el señor Sol, corta que te corta con sus alas los últimos rayos, pasaban y pasaban las Mariposas y unos Abejorros bulliciosos. Iban a engalanarse para la fiesta del bautizo.
—Rrrrr..., rrrr..., rrrr..., rrrr, vamos de prisa —decían los Abejorros. Y un poco más allá, entre las raíces de un algarrobo, unas Hormigas iban y venían también afanadísimas, mientras arriba, escondidas en lo alto de las ramas llenitas de flores de oro, conversaban distraídamente unas Chicharras.
—¡Qué derroche, vecina!
—Ni bautizo de príncipe —rezongó la señora Chicharra más vieja, con su áspera voz.
—Desde aquí podremos mirar perfectamente la fiesta.
—¡Cht..., cht..., cht...!
Y todas las Chicharras se volvieron a mirar hacia el caminito que quedaba debajo del algarrobo: muy adornada, paseando con orgullo sus grandes ojos, descendía de su castillo doña Araña.
—Va a ser la madrina —explicó una Chicharra joven.
Tanto cuchicheo molestó a un Caracol que meditaba pegado a una rama tierna y lo obligó a estirar sus graciosos cachitos y curiosear un poco. Volvió después a quedarse quietecito, despreocupado de cuanto pasaba a su alrededor.
Doña Araña bajó al camino. Tras ella, ¡ah, si hubieses podido ver tú!, iban las criadas del castillo, las hilanderas, llevando montañas de encajes maravillosos para la recién nacida. Días y noches se tejió en el castillo de doña Araña para cruzar aquellos hilos tan finos, tan finos, que parecía iban a deshacerse al solo contacto del aire.
—¡Qué suerte para la hija de las Luciérnagas! —siguió comentando otra de las Chicharras, con su buen poco de envidia.
—¡Huy! han elegido bien los padrinos. Dicen...
Y la conversación fue cortada nuevamente por unas Abejas que pasaban, ¡sss..., sss..., sss!, con sus polleritas de dorado terciopelo, volando, volando y sin siquiera dignarse mirar a las Chicharras. Adelante iba la reina, y detrasito, no menos de un ciento de obreras, que llevaban cestas diminutas en las patitas traseras, y en las cestas, miel, néctar y polen, que es un polvito de oro perfumado que las Abejas sacan de las flores.
Las Chicharras, apretadas en el algarrobo, no salían aún de su asombro cuando, fíjate tú, vieron pasar un ejército de Mariposas semejantes a flores con alas, rojas, amarillas, blancas, azules...
Y eso no terminó allí. El Sol se fue hundiendo..., hundiendo detrás de los cerros de la costa, hasta no quedar de él nada, absolutamente nada. Las Hormigas dieron un último vistazo a las larguísimas galerías cruzadas bajo la tierra donde hundía sus raíces el algarrobo, y en filitas muy ordenadas se encaminaron hacia ese comienzo de bosque donde, ya he dicho, iba a celebrarse el bautizo de la Luciérnaga.
Había allí una ancha y húmeda franja de musgo suave, de un verde maravilloso, y encima de ella habían ya las Luciérnagas esparcido pétalos de malvas, de retamo, de jazmín, llevados desde los jardines del pueblo. Cabezuelas de hierbabuena, redondas como bolitas pintadas de morado, trasminaban asimismo el prado. Habíanlas enviado, en frescas bandejitas de barro, unas Avispas que vivían allá en la juntura de dos rocas, cerca del río.
Empezaba a llenarse de sombras aquel comienzo de bosque.
Apareció mamá Luciérnaga con su suave traje pardo y con sus dos maravillosos cinturones de luz que iban abriendo caminitos blancos, azulosos, por donde pasaba. Tenía igualmente el vestido de mamá Luciérnaga, a los costados, unas vistosas y menudas lunas rojas. Tras ella salió papá Luciérnaga, muy seriote, mirando y revisando que nada faltase.
—¡Chirrí..., chirríiii...!
—¿Quién es? —preguntó papá Luciérnaga, muy poco amistoso.
—Son los músicos que llegan —explicó con su voz apagadita mamá Luciérnaga.
Y fueron saliendo uno, dos, tres..., cinco..., diez..., yo no sé cuántos grillos, muy tiesos y graves bajo sus negras levitas.
—Por aquí, por aquí, señores —indicó el dueño de casa—. Hagan ustedes el favor..., en este saloncito —y mostraba un extremo sombrío del prado.
—Chirríii..., chirríi... —y los señores Grillos fueron a esconderse entre unas hojas secas que allí había.
Y no bien terminaban de instalarse los músicos, cuando, hijita de mi alma, apareció la bandada de Mariposas y, como quien dice, pisándoles los talones, doña Araña, la madrina, con su larga fila de hilanderas cargadas de regalos.
Mamá Luciérnaga salió a recibirlas.
—Gracias, gracias, amigas mías, por haber venido —decía a las Mariposas, que la rodeaban batiendo apenas las alas—. Yo sé que para ustedes es un sacrificio salir de noche. Y usted, comadre Araña, ¡tan hermosa con esos lujos de reina!
Las Mariposas se repartieron sobre la alfombra verde, jugosa, del musgo. Con las alas tendidas, parecían otras tantas flores de esmalte.
Doña Araña pidió de inmediato conocer a la ahijada y pasó hacia el interior de la casa.
—Rrrrrr..., sssss..., rrrrr..., sssss... —eran los Abejorros y las Abejas que llegaban a la fiesta, con su preciosa carga de perfumados presentes.
Y aquí nadie, fíjate tú, iba a ofenderse ni a atacarse. Serían todos como buenos hermanos. Ni doña Araña miraría con golosos ojos a las Mariposas, ni las Abejas dejarían en ningún momento de ser unas invitadas muy cumpliditas.
Pasaron algunos minutos y lentamente, muy lentamente, descendieron de unos altos tallos los Caracoles. En el sendero se toparon con las Hormigas, pero como éstas, tú sabes, caminan tan ligerito, luego los dejaron atrás. Pobres Caracolitos, con sus casitas a cuestas, apenas avanzaban por el camino. La tierra suelta y reseca que les atajaba el paso iba adornándose con unos hilos de plata...
—Esos pobres van a llegar después de los postres —comentaron las intrusas Chicharras.
—Debían haber partido ayer para llegar hoy —añadió la Chicharra más vieja, que era la más ofendida porque no las habían invitado.
—Miren..., mireeeen, ¡qué ridículos! —y todas las Chicharras volvieron a un tiempo los ojos salientes hacia donde señalaba la Chicharra vieja.
Y vas a ver tú el motivo de tantísimo alboroto: eran unos desgarbados Palotes qué, entre saltos y saltos, acudían a la fiesta. ¿Tú te acuerdas de los Palotes? ¿No? Son esos insectos con facha de palitos secos que tú en vano tratas de apresar en tus manitas, porque cuando ya tú crees que vas a alcanzarlos, ¡zas!, estiran las alas y esas patas tan largas y van a caer lejos, por allá lejos, que ni los divisas.
Bueno, pero sigamos el cuento. ¿Dónde íbamos? Ah, sí, en que habían llegado a la fiesta del bautizo las Arañas, las Abejas, los Grillos..., las Mariposas..., las Avispas; de veras, también las Hormigas, que ya entraban en la casa, y de repente hasta los Palotes con sus trancos larguísimos. Sólo los pobres Caracoles seguían camina que te camina sin adelantar mucho. Parecía que estaban todos los invitados, cuando, ¡ts..., ts..., ts...!, cayó sobre el prado una nube de Pololos con sus tiesos chaquetones de raso, negros, verdes, doraditos...
Papá Luciérnaga repartía palabras amables por aquí y por allá. Las Abejas giraban en torno a las cabezuelas de la hierbabuena, y un poco más distante, los músicos–Grillos frotaban sus alas comenzando una serenata.
Había cerrado la noche sobre el prado del cuento. Las Mariposas estaban fatigadas, soñolientas.
Por suerte apareció doña Araña llevando en sus brazos (debería decirse en sus patitas) a la pequeña Luciérnaga. ¡Y qué linda era! Mamá Luciérnaga tendió un claro pétalo de rosa sobre el musgo y allí la dejaron. La recién nacida tenía por almohada un jazmín y dormitaba tranquila. Entonces, como tú comprenderás, comenzó el obligado desfile de los convidados.
—Es una preciosura —dijeron los Abejorros.
—¡Una monada! —opinó el padrino, que era un Palote joven muy poco dado a las alabanzas.
—¡Cómo brilla! —exclamaban las hilanderas de doña Araña.
—Perfecta, perfecta —repetían las Hormigas, sin cansarse de admirarla.
Mamá Luciérnaga, como buena mamita, sonreía feliz.
¡Bien decía ella que su hija era la más hermosa del mundo entero!
Los señores Grillos tocaban y tocaban desde su escondite de hojas secas. Un grupo de Luciérnagas danzaba. En la oscuridad de la noche, eran como una ronda de estrellas sobre el prado. Todos miraban encantados. Hasta las mismas Chicharras, desde su encumbrada rama de algarrobo, seguían en silencio la graciosa danza de las Luciérnagas.
Detrás de la montaña fue levantándose un resplandor suave.
—¡La Luna..., la Luna! —aplaudió doña Araña.
—¡La Lunaaaaa! —repitieron asombradas las Mariposas y las Abejas.
—¿No conocían ustedes la Luna? —interrogó muy admirado un Pololo que lucía una almidonada casaquita verde.
—Noooo..., y ¡qué maravilla! Nosotras sólo conocíamos el Sol.
A todo esto, entre mira para acá y mira para allá, nadie se fijó en que mamá Luciérnaga y doña Araña, muy sigilosas, se habían llevado hacía ya rato a la pequeña Luciérnaga.
Ahorita la traían de nuevo y volvían a depositarla sobre el pétalo de rosa.
Papá Luciérnaga conversaba animadamente con el padrino, don Palote.
—Parece que ya la bautizaron... —manifestó la Chicharra vieja, con cierto modito despechado.
—Ah, de veras. ¡Qué lástima!
Mamá Luciérnaga llamó discretamente a su marido, le dijo algo al oído y después fueron repitiendo con muchísima gentileza a sus invitados:
—Ahora a cenar, señoras, señores..., a cenar..., a cenar.
Papá Luciérnaga ofreció su brazo a doña Araña, y don Palote, de un tranco largo, fue a ofrecer el suyo a mamá Luciérnaga. Los demás convidados aplaudían así..., así..., y en parejas se repartieron por el musgo, donde realzaba sus tallos claros el trébol.
Unas Moscas, por primera vez limpias en su vida, servían, en húmedas bandejas de greda y arena, trocitos de miel, fragantes jugos de flores, granos de azúcar, pequeños frutos silvestres... Las hilanderas de doña Araña y las obreras de doña Hormiga, muy compuestitas, iban y venían, ayudando en el servicio a las Moscas.
Las Chicharras del algarrobo varias veces estuvieron a punto de caer medio a medio de la fiesta, en su afán de no perder un detalle.
Todos comían y conversaban animadamente, y era de verlos, mi hijita, tan unidos, tan confiaditos, codo a codo los mismos enemigos de siempre.
Pero... como está de Dios que no haya dicha duradera, ocurrió que en lo mejor de la cena y mientras los Grillos llenaban el aire con melodioso concierto, como un terremoto, peor que un mal viento, por sobre el suave musgo salpicado de tréboles, pasó a todo correr un animal enorme, feroz, que arrasó con cena e invitados.
—Un Elefante..., un Elef... —alcanzó a gritar papá Luciérnaga, y se sintió lanzado lejos, sobre el duro camino.
Nadie tuvo tiempo de arrancar, debido a lo imprevisto del ataque. Las Mariposas fueron las primeras en sacudir su aturdimiento y, con sus pobres alas trizadas, emprendieron el regreso. Igual cosa hicieron las pocas Abejas que quedaron vivas..., y los Palotes..., y las Avispas..., y los Pololos, con sus graciosas chaquetitas desgarradas. Doña Araña, que no había recibido sino un sacudón, fue a atender a la pequeña Luciérnaga.
Mamá Luciérnaga con su carita llena de tierra y lágrimas contemplaba los destrozos.
Desde lejos, los Caracolitos, en su marcha lenta, olfatearon el peligro y desanduvieron el camino plateado de hilos de baba, en busca de su alto refugio de tallos.
Las Chicharras, en la fuerte rama florecida de oro del algarrobo, sentían también los grandes ojos húmedos...
—Dios sabe lo que hace. De buena nos libramos —comentó la más joven.
—Pobres..., pobres, era apenas un Gato y lo tomaron por Elefante —terminó la Chicharra vieja, meneando con pena la cabeza.
La noche avanzaba implacable sobre el maltratado musgo del prado.
—Chirríii..., chirríiiiiii —suspiraron bajito los Grillos, y asomaron temerosos de entre las hojas secas.
Algunas Luciérnagas llevaban sus lamparitas de aquí para allá, arreglando perjuicios.
Después todo volvió a quedar en calma. Ni quejas ni serenatas, nada, ni un rumor. Era sólo la noche con su silencio, y en lo alto, el rostro blanco de la Luna...

PREGUNTAS
¿Quienes son los personajes principales?
Cambiale el nombre al cuento.